lunes, 7 de febrero de 2011

Articulo de Juan Pablo II: Ser Santos

La santidad no es algo reservado a algunas almas escogidas; todos, sin excepción, estarnos llamados a la santidad.

Ya he escuchado las preguntas que queréis hacerme: ¿Cómo podemos llegar a ser santos si hay tantos obstáculos en nuestro camino? ¿Cómo podemos ser honrados si hallamos atropello y corrupción a nuestro alrededor? ¿Cómo podemos llegar a ser santos si el camino más seguro para ganarse la vida es destacar y explotar a los otros? ¿Cómo podemos ser santos si vivimos en un mundo que devalúa el verdadero amor o no aprecia la belleza del amor casto? Escucho estas preguntas y otras muchas. Dios Padre conoce vuestras dificultades, pero también conoce la profundidad con que queréis hacer bien las cosas; la profundidad con que queréis seguir a Cristo, porque sabéis que «Él es el camino, la verdad y la vida».
La santidad, más que una conquista, es un don que se concede: el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.


La Iglesia, más que de «reformadores», tiene necesidad de santos, porque los santos son los auténticos y más fecundos reformadores.
Vivid con valentía vuestra vida personal, aun cuando os parezca insignificante. La gran maestra de la vida insignificante, Teresa de Lisieux, en sus pocos años de vida, nos enseñó la grandeza que pueden tener ante Dios las actividades insignificantes, normales.
Existe, por un lado, la santidad llamativa de algunas personas; pero también existe la santidad desconocida de la vida diaria.
Todo el que quiera comenzar un camino de perfección no puede renunciar a la cruz, a la mortificación, a la humillación y al sufrimiento, que asemejan al cristiano con el modelo divino que es el Crucificado.
¡Hacer la voluntad de Dios! ¿No está acaso en esto la quintaesencia de la santidad?
Todos están llamados a amar a Dios con todo su corazón y con toda el alma, y a amar al prójimo por amor a Dios. Nadie está excluido de esta llamada tan clara de Jesús. Vosotros, por tanto, «sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial».
Un santo es, en su vida y en su muerte, traducción del Evangelio para su país y su época. Cristo no vacila en invitar a sus discípulos al seguimiento, a la perfección. El Sermón de la Montaña es la única escuela para ser santos. ¡No tengáis miedo ante esa palabra!, ¡no tengáis miedo ante la realidad de una vida santa!
La humildad es el primer paso hacia la santidad.
La santidad consiste, primeramente, en vivir con convicción la realidad del amor de Dios, a pesar de las dificultades de la historia y de la propia vida.
La santidad consiste, además, en la vida de ocultamiento y de humildad: saberse sumergir en el trabajo cotidiano de los hombres, pero en silencio, sin ruidos de crónica, sin ecos mundanos.
La santidad del hombre es obra de Dios. Nunca será suficiente manifestarle gratitud por esta obra. Cuando veneramos las obras de Dios, veneramos y adoramos sobre todo a Él mismo, el Dios Santísimo. Y entre todas las obras de Dios, la más grande es la santidad de una criatura: la santidad del hombre.
Aunque la santidad nace de Dios mismo, a la vez, desde el punto de vista humano, se comunica de hombre a hombre. De este modo, podemos decir también que los santos «engendran» a los santos.

Juan Pablo II

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